Toda una moral, toda una utopía del hombre finalmente liberado atraviesa, como un hilo que pespunteara todas sus texturas, El campesino de París. Cuando el paseante vagabundo se topa con los baños públicos, ¡qué maravilloso derrame de reflexiones a propósito del hombre sometido que ha perdido el dominio de sus propios placeres!: “BAÑOS, dice solamente la fachada, y esta palabra oculta una gama indefinida de verdaderos letreros, todos los placeres y todas las maldiciones del cuerpo, pero ¿quién sabe?, quizás, a su abrigo, sólo se encuentra el agua prometida, clara y cantarina. Existe una gran incitación a lo desconocido, y hacia el peligro, aún mayor”, escribe Aragon, poniendo de relieve todo lo que pierde el hombre en esa modernidad que no hace más que menoscabarlo en sus inmensas plenitudes físicas y metafísicas, mostrándole la promesa del peligro, la tentación del desafío de lo desconocido que lo reta para que ponga a prueba su propia fuerza, su propio coraje, su propio capacidad de asumir los riesgos de la vida con todas sus vertiginosas asechanzas de dolor y de euforia reunidos: “La sociedad moderna tiene en poca consideración los instintos del individuo: cree suprimir lo uno y lo otro y, sin duda alguna, lo desconocido ya no existe bajo nuestros climas más que para aquellos cuyo corazón está fácilmente ebrio; en cuanto al peligro, vean cómo cada día todo se vuelve más inofensivo”. Escrito y narrado por Rafael Castillo Zapata